La experiencia de la prosperidad

Tal como ilustraba Galbraith en La sociedad opulenta, su obra canónica escrita en 1958, la experiencia de la prosperidad que han tenido las naciones es extraordinariamente escasa, siendo casi todas ellas a lo largo de la historia muy pobres. Y es que hasta hace apenas 200 años, prácticamente toda la población mundial, incluidas las grandes potencias, vivían en la más absoluta pobreza, inanición y miseria, incluidos los sucesivos imperios relativamente modernos desde el español; holandeses, franceses, alemanes e ingleses. Incluso el pueblo norteamericano era un pueblo agrícola austero que no vio la auténtica prosperidad hasta la segunda guerra mundial.

La idea de que podemos controlar nuestro destino es tan nueva, que en la lectura del pensamiento occidental uno se ruboriza. Cuando uno lee un poquito se da cuenta de que casi todas nuestras certidumbres, la certeza material de la prosperidad y la sola idea de que la humanidad puede controlar su devenir no son una excepción a esa sorpresa.

El hecho de tener una propiedad, tiempo libre para la reflexión personal, libertad de elección, leer un medio de comunicación, material didáctico, o cualquier tipo de certeza material es tan reciente que cualquier abuelo puede darnos una lección sobre ello. El abuelo que te da «la chapa» con la dureza de sus tiempos jóvenes es la persona que ha experimentado este cambio. Hablamos tan solo de décadas. Nosotros hemos sido unos privilegiados. Pero no lo sabemos.

Para hacernos una idea, el ciudadano medio de la economía más rica y avanzada de principios del siglo XIX, el inglés, era una persona que vivía entre la hambruna y la esclavitud, con suerte trabajaba en labores severas, humillantes y agotadoras a cambio de techumbre, si tenía un poco menos de suerte moría de inanición o enfermedad. Dependiendo de la lluvia o el precio del cereal moría o vivía, las épocas de sequía producían hambrunas igual que las guerras mataban a generaciones enteras de jóvenes. Y este era el automatismo natural de la población para autorregularse, problema que por otro lado ha desaparecido en el mundo desarrollado y que comienza a recalentarse como adelantara el polémico pastor anglicano thomas Malthus.

 

Imagen de «Oliver Twist», que Charles Dickens
publicó entre 1837 y 1839.

La muda, el calor o el agua corriente eran lujos que no se podían permitir ni los mismísimos britishmen de la Gran Bretaña victoriana. No mencionaré cómo estábamos en aquella época por aquí o cualquier país europeo. Ni menciono el resto del planeta.

Y esta era una época en la que La riqueza de las naciones de Adam Smith llevaba más de 30 años publicada y habían salido a la luz las obras de D. Ricardo y T. Malthus, todas en esa Gran Bretaña. Eran los días en que un europeo medio consumía menos calorías que un cazador-recolector de cualquier tribu del Amazonas en Centroamérica o de Guinea en África.

Como he leído recientemente en un libro, “antes de 1870, la teoría económica se ocupaba básicamente de lo que no se podía hacer; a partir de 1870 se centró básicamente en lo que sí se podía hacer”. Esto era hace muy poco. La certidumbre y bienestar que estamos perdiendo no ha existido siempre. De hecho no ha existido casi nunca.